El pleito del zapato
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Hace muchos siglos una peste llegó al pueblo de Folledo y terminó con todos los habitantes menos uno. Se salvó una mujer, una niña, que había aprendido de sus padres todo lo necesario para sobrevivir. La noticia se extendió a las otras aldeas de la comarca y unos por curiosidad, otros para ofrecer ayuda se acercaron para ver qué había ocurrido. Un mozo recibió más atención de la joven que los demás y repitió la presencia en el lugar en cuantas ocasiones se lo permitían las tareas en su propia aldea. La relación amistosa inicial se prolongó en el tiempo, culminó en la unión en matrimonio y en la suma de fuerzas para afrontar y allanar las dificultades de la vida. Así fue como esta familia dió principio a la repoblación de Folledo.
Los pueblos eran como pequeños territorios independientes entre sí, con dos tipos de propiedad, la que pertenecía en exclusividad a cada vecino y el "ejido" que era la propiedad común de tierras, montes y bosques de todos los habitantes del pueblo, destinada al pastoreo de animales. Los límites entre un pueblo y otro generalmente estaban dados en forma natural por las cumbres de las montañas o por arroyos. Había un arroyo y sobre el él un puentecillo de piedra que separa a Folledo de Buiza. Los animales de Buiza cuando se les terminaba la yerba en su sector no tenían gran dificultad para cruzar el arroyo mojándose un poco las patas. Al principio los pastores lo impedían hasta que se dieron cuenta de que del otro lado había mucho pasto que estaba desaprovechado y nadie que estuviera mirando. Así que lo que tímidamente al principio se llevaba en la conciencia como pecadillo, con el paso de los años, se transformó en una costumbre y después en derecho adquirido.
Al mismo tiempo la población de Folledo aumentaba e iba sintiendo la necesidad de recuperar la memoria de los límites con Buiza. Cada pueblo elegía su propio gobierno con el voto de los vecinos: un concejo y un presidente del concejo, quienes decidían que obras había que hacer para beneficio de la comunidad. La reunión de vecinos se hacía con un llamado de campanas en la torre de la Iglesia. Si bien era casi siempre el mismo el que subía a los techos de la Iglesia, para que cualquiera pudiera prestar el servicio en caso de necesidad, a los chavales se los adiestraba en el tañido practicando cuatro o más toques diferentes según se tratara de llamar a la misa, a la reunión del concejo,tocar a boda, a bautizo, a muerto, o de dar la alarma para algo que requería una defensa común, como por ejemplo apagar un incendio. El toque de alarma era particularmente llamativo, por la agitación casi desenfrenada a que era sometido el badajo. La musicalidad de las campanas era suficiente para transmitir los sentimientos relacionados con el acto que anunciaban: alegría, tristeza, meditación, actividad, reposo, entre otros.
El Concejo de Folledo encomendó a su Presidente que gestionara ante Buiza el respeto de los límites antiguos. Había una relación de fuerzas muy desfavorable para Folledo. No solamente eran superados en número de habitantes sino que tenían bloqueada la salida directa hacia la capital ya que necesariamente debían cruzar el arroyo para ir a ella. Y lo que se da en las relaciones internacionales y entre simples individuos se da también entre aldeas, cuando no hay nadie cercano que imparta justicia, la ley es la del más fuerte.
Con las manos vacías el Presidente del Concejo se volvió al pueblo y comunicó a los vecinos el resultado que había tenido la misión diplomática. Él mismo, como el jefe que va con la espada en alto a la cabeza de su ejército en la batalla, se ofreció para viajar caminando hasta Madrid y llevar el caso ante el Rey.
Don Vicente, que por su bien ganada hidalguía, sobradamente merece el "don", acomodó prolijamente en el zurrón pan,queso, jamón, chorizos, cecina. Eran los alimentos que tenía que hacer durar un mes, lo calculado para el viaje de ida. Además, cuidando que no se mancharan, envolvió en un pedazo de lienzo los documentos que acreditaban la representación del pueblo.
Con la mano izquierda sosteniendo la cacha, acomodó la gorra en la cabeza, llenó la bota con vino, tomó una manta, el zurrón y todo se lo cargó a la espalda. El camino principal cruzaba por Buiza así que procuró evitarlo y dió un amplio rodeo escalando las cumbres del monte. Para una persona que siempre vivió en una aldea flanqueada por montañas, nada le resultaba difícil en la adaptación a este otro modo de vida que le requería el viaje. Aunque no estaba muy seguro de que las esperanzas que habían puesto en él se cumplieran, el intentarlo en sí mismo ya era un buen resultado y el aire de aquellas cumbres lo llenaba de vitalidad para desafiar cualquier peligro.
Después de las peripecias propias de un viaje largo, llegó don Vicente a Madrid. Averiguó donde vivía el Rey y por dónde tenía que seguir para llegar al palacio. En la entrada había guardias con lanzas que examinaban a quienes se acercaban por allí. Tuvo que explicar a qué iba a cada uno de los que se le interponían en el camino, hasta que le permitieron llegar a la presencia de lo que podía ser un mayordomo o un secretario. Don Vicente nunca había visto un Rey por lo tanto no sabía cómo se diferenciaban de los demás nobles o funcionarios que poblaban la Corte, así que por las dudas los trataba a todos como si fueran reyes y explicaba una y otra vez su caso a quien tenía disposición de escucharlo. Por fin un escribiente apareció con los utensilios necesarios para tomar nota de todo y después de visto, oído, escrito y darse por finalzado el acto, lo despidieron hasta dentro de tres días en cuyo término estaría redactada la sentencia.
El procedimiento continuó el curso que se daba a ese tipo de peticiones y don Vicente obtuvo la decisión favorable a lo solicitado. En previsión de que los de Buiza se hubieran enterado del viaje y sospecharan de los motivos y que, entonces, en el camino de regreso pudieran interceptarlo, quitarle la vida -que no era lo más importante- por resistirse y los papeles, don Vicente buscó y encontró un taller de compostura de calzado para que le modificaran uno de los zapatos de manera de ocultar debajo de la plataforma el título de propiedad que le acababan de otorgar: era lo que había convenido con los del Concejo para que supieran dónde tenían que buscar si algo salía mal.
Afortunadamente, tras desandar el camino, pudo regresar sano y salvo, escalar de nuevo las montañas y burlar la vigilancia que los de Buiza habían montado en el límite con Folledo. Ya un pastor con muy buena vista lo había reconocido desde lejos y dado el aviso a la población que salió recibirlo en masa para que pudiera caminar los últimos metros rodeado por el cariño y el fervor de los convecinos que después lo nombrarían Alcalde Perpetuo.