El poblado fantasma
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Todavía hoy se oye comentar lo que ocurrió hace mucho tiempo en las cercanías de Cabornera. Al parecer existió un pequeño poblado a finales del siglo X o comienzos del XI, en la parte más baja del valle que cierra el Puerto de Santa Cruz, pasado el Espineo. El lugar es muy hermoso, manando cerca del camino una fuente con el agua tan limpia y fría que, en pleno verano, dicen que corta. Los parajes de estos puertos están poblados de bosques de hayas y en sus laderas y ribazos pueden recolectarse artimoras y fresas, además de las sabrosísimas patillas. Dicen que sorprende tropezarse con los restos de lo que fue un poblado en este lugar, sobre todo porque sobrecoge saber cómo murieron todos sus habitantes, arruinándose el lugar para siempre.
En voz baja, casi como si se evitara pronunciar un conjuro, se asegura que fue una serpiente venenosa la que, mezclándose con la harina del molino que servía al pueblo, acabó con sus vidas. Es sabido de antiguo la costumbre de las gentes de comer ciertas clases de serpientes, y podría haber ocurrido de ese modo. Pero hay quienes piensan en la llamada serpiente negra, la famosa escorzonera, y que de ahí proviene el error de pensar en una serpiente como causa de la desgracia.
Lo cierto es que los muros arruinados del poblado y las techumbres hundidas permanecen como testigos mudos del hecho.
La leyenda, que culpa a una serpiente, tal vez nos esté ocultando otra realidad más terrible, y es que en aquella época tan remota las gentes de los puertos que amasaban pan lo hacían moliendo centeno y aquella cosecha creció compartiendo espacio con el terrible cornezuelo, de lo que quizás no se percataron y convirtieron en harina junto con el centeno que habían de emplear en elaborar sus panes. Y la catástrofe se abatió sobre ellos segando con la guadaña del veneno del cornezuelo del centeno las vidas de aquellas infelices gentes. Los que los encontraron, tal vez pensaron en la maldición de la serpiente venenosa.
No sabemos cómo ocurrió; pero, mientras tanto, el caminante contempla con respeto las chozas hundidas, las cuadras arruinadas y las casas derruidas escuchando atento en el aire el silbar sigiloso de alguna serpiente o creyendo ver los centenos ondular suavemente con el aire guardando su veneno.